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17 de febrero de 2023

Ni medieval ni de familia real, aunque sí de buena cuna

Las pruebas de ADN de los restos de la niña enterrada en el Alcázar de Sevilla han dado negativo por el plomo del sarcófago, la cal y la humedad, lo que mantiene abierta la incógnita de quién fue la pequeña y cómo fue enterrada en un lugar tan relevante. Todo apunta que vivió a finales del siglo XIX o principios del XX.
Parte del equipo investigador, junto a los restos de la pequeña. A.M.G.

La niña cuyos restos aparecieron en unas obras de restauración de una capilla del Alcázar de Sevilla hace un par de años no es medieval, como se pensó en un principio. De hecho, ha rejuvenecido una pila de años, porque vivió entre finales del siglo XIX e incluso principios del XX. Y otra duda despejada: no es descendiente de reyes, y es que el palacio lleva siglos como residencia de los monarcas hispanos y aquello disparó la imaginación, hasta el punto de apuntarse que podría ser una hija bastarda del mismísimo Alfonso X. Ante estas historias, los arqueólogos siempre ponían rostro serio y apelaban a la prudencia, que la pequeña podía ser medieval o no, y que eso lo determinarían las pruebas que se hicieran, las cuales han certificado que no es de linaje real pero sí debió pertenecer a una buena familia, porque tuvo una buena alimentación (comía carne cuando no era un plato común) y fue enterrada en un lugar de privilegio.

Así que la niña no es medieval, pero eso no le resta a la calidad del trabajo científico desplegado, una labor detectivesca que se ha encontrado con que las pruebas de ADN no han sido determinantes. De ello tiene la culpa la humedad y la cal acumulada en el lugar, pero sobre todo el plomo del sarcófago con el que se recubrió el ataúd de madera en un aparente intento por protegerlo, aunque lo que hizo fue destrozar muchas evidencias. “No voy a engañar, no es lo mismo que si hubiese sido hija de la alta nobleza del siglo XIV, pero el valor arqueológico es el mismo, es ciencia”, defendía este jueves el arqueólogo Miguel Ángel Tabales, responsable del equipo de expertos, en la presentación de estos casi dos años de investigaciones impulsadas por el Ayuntamiento de Sevilla.

El cuerpo apareció cuando se iban a acometer obras en la capilla del Palacio Gótico, de 1260, la primera construcción cristiana de un recinto islámico en el que en ese momento aposentaba sus reales Alfonso X, que reinó entre 1252 y 1284. Los trabajos eran para proteger unos paños de azulejos de Cristóbal de Augusta de 1577, uno de los conjuntos cerámicos renacentistas más relevantes de Europa. “Es la sala más importante del Alcázar, no es un enterramiento debajo de un pino”, apostilla Tabales de manera bastante gráfica.

Murió por una extraña enfermedad
¿Y qué es lo que se sabe de la niña? Pues que tenía unos 4 años, que medía aproximadamente un metro, que era rubia y que “había comido bien toda su vida”. Falleció por una causa poco común, una malformación vascular intracraneal, y lo hizo en una Sevilla en la que eran frecuentes las epidemias, ya fuese cólera o fiebre amarilla. La propia rareza de la patología pudo llevar a pensar que falleciese por una enfermedad infecciosa, de ahí a lo mejor lo del sarcófago de plomo para intentar “hermetizar” el cadáver, pero eso no deja de ser una hipótesis.

El posible origen medieval se descartó relativamente pronto, y a ello ayudaron los escasos objetos encontrados junto al cuerpo. Los botones, por ejemplo, estaban tallados con máquinas de producciones industriales inglesas o norteamericanas del último tercio del siglo XIX, como también los restos de tela y el cuero del calzado, con un cosido manual propio también de esas fechas. ¿Más evidencias que haya aportado la investigación? Pues que el sarcófago de plomo no se abrió en un momento posterior al enterramiento, lo que se barajó por el mal estado del ataúd de madera que cobijaba. O que se descarta que en el emplazamiento haya una cripta como se llegó a plantear, aunque sí se han encontrado restos que pueden ser de otras tumbas, algo que sólo podría comprobarse si se levanta todo el suelo de la estancia. Han aflorado también restos de la muralla y una de las torres del primitivo palacio islámico, a caballo entre los siglos XI y XII.

La investigación ha despejado muchas dudas, pero también ha puesto sobre la mesa algunas incógnitas por las que todavía puede colarse la fantasía. La fundamental es qué hacía allí enterrada la niña, el primer cadáver que ha aparecido en el Alcázar hispalense. No se sabe si la inhumación fue legal o irregular, ya que la fecha parece coincidir con el momento en que se hizo obligatorio que los enterramientos fuesen en cementerios. Lo que sí es seguro es que la calidad del sarcófago y la ubicación elegida hacen imposible que se sepultase a espaldas de trabajadores o responsables del palacio, lo que nos lleva de nuevo a una familia acomodada muy posiblemente relacionada con los alcaides.

También cobra fuerza el componente devocional, ya que los restos aparecieron a los pies de la capilla consagrada a la Virgen de la Antigua, una advocación que no es de las más populares. La tumba no tenía ningún elemento que permitiera identificar quién fue la niña, y no se han encontrado referencias a un fallecimiento que se ajuste a sus características ni rastreando la vida de los reyes y bastardos de la época ni preguntando a los descendientes de los alcaides del Alcázar. Tampoco ha sido posible reconstruir y reproducir el rostro de la pequeña, ya que faltaba material óseo.

Los restos pueden volver a donde se encontraron
¿Y ahora qué? Pues puestos a dejar volar la imaginación, como ha ocurrido con esta historia desde que se produjo el hallazgo, se cruzan los dedos por si aparece alguien diciendo que en su familia se contaba la leyenda de que a una pequeña antepasada la enterraron en el Alcázar, teniendo en cuenta que no nos estamos remontando muchas generaciones atrás. La investigación científica no se cierra, y ahora se centrará en los archivos por si arrojan algo de luz sobre el origen de la niña, cuyos restos en teoría deberían ser depositados en el Museo Arqueológico pero que se va a proponer que vuelvan a ser enterrados “con dignidad y respeto” en el mismo lugar en el que aparecieron.

Esta aventura de casi dos años ha dejado también sus enseñanzas, como que “hemos aprendido las limitaciones de algunas técnicas que parecen infalibles”, admite Tabales. Y eso que en el equipo investigador ha trabajado de lo mejorcito, con expertos de las universidades de Sevilla, Granada, Santiago de Compostela y A Coruña, de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, del Centro Nacional de Aceleradores y del Instituto Andaluz de Geofísica. Se han hecho estudios antropológicos, forenses, genéticos, paleontológicos, de isótopos, toxicológicos y con georradar, pero falló el ADN. “Eso fue relativamente frustrante”, confiesa el responsable del proyecto.

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